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Estados Unidos se enfrentó en 2010 al mayor desastre ecológico de su historia con el vertido de BP, que golpeó sus costas y puso al Gobierno entre la espada y la pared con un debate sobre la industria petrolera que aún está lejos de cerrarse.
En los tres meses que transcurrieron desde que la plataforma "Deepwater Horizon" explotó y se hundió el 20 de abril hasta que un gigantesco tapón de cemento detuvo el flujo de crudo a mediados de julio, el vertido de BP en el Golfo de México fue tema de portada en periódicos de todo el mundo.
Las once muertes que provocó el accidente y los casi 5 millones de barriles de petróleo derramados al océano se reproducían a diario en rotundos titulares, que no tardaron en predecir que el desastre se convertiría en el "Katrina" del presidente Barack Obama.
Y, en efecto, del mismo modo que ese huracán golpeó en 2005 la gestión de su predecesor, George W. Bush, el desastre de BP se tradujo en un varapalo para Obama en su segundo año en el poder.
La lenta respuesta a la crisis, sumada a los vaivenes en la aplicación de la moratoria a las perforaciones petroleras impuesta a finales de mayo, enfurecieron a la industria y los pescadores de la zona, de la que procede el 30 por ciento del crudo de Estados Unidos.
La primera señal de alivio, tras decenas de intentos frustrados para detener el flujo de crudo a 1.500 metros de profundidad, llegó en julio, cuando los equipos de BP lograron empujar el petróleo hacia el fondo del depósito con una masiva inyección de cemento y lodo pesado que tardaron semanas en aplicar.
Pero ese éxito no fue suficiente para poner fin al descrédito del Gobierno, lastrado hasta entonces por su incapacidad de poner en práctica en aguas tan profundas una tecnología de la que disponía desde hacía décadas.
Entre los interrogantes sin respuesta, el primero y el más evidente, era el del impacto en el medio ambiente; un tema que el Gobierno trataría de cerrar semanas después de taponar el pozo con un informe científico que aseguraba que el 74 por ciento del petróleo se había recogido, quemado, evaporado o descompuesto por procesos naturales.
La cifra, que dejaba apenas un 26 por ciento del crudo flotando en el océano en pequeñas partículas, no tardó en ser cuestionada por científicos y expertos de todo el país, que también criticaron la agresividad que supuso para el ecosistema el uso masivo de dispersantes químicos para neutralizar el crudo.
Esas sustancias sólo habrían sido necesarias ante el riesgo de contaminación masiva del litoral, y sin embargo fueron utilizadas "como plan de urgencia, sin necesidad alguna", según explicó a Efe Thomas Azwell, un profesor de la Universidad de Berkeley que dirige un grupo de estudio independiente sobre el desastre.
La huella del vertido sobre el ecosistema, que otros han cifrado incluso en un siglo, durará, según Azwell, "al menos dos generaciones", es decir, cincuenta años, y el crudo permanecerá adherido al fondo marino alrededor de una década.
Ese impacto ecológico, junto a las consecuencias económicas que tuvo la moratoria a las perforaciones y al cierre de un tercio de las aguas del Golfo a la pesca comercial, ha enfrentado a BP a una gigantesca tarea de compensación de la que no consigue ver el fin.
400 MILLONES DE DOLARES
Después de pagar casi 400 millones de dólares en los primeros meses, la petrolera británica cedió la tarea a un fondo independiente supervisado por terceros, al que surtió de 20.000 millones de los que, por el momento, los afectados han recibido más de 2.400.
A esa cifra se sumará la multa que el Gobierno de Estados Unidos ha prometido imponer a la multinacional desde enero, cuando obtendrá el informe final de la comisión que investiga las causas del accidente.
Las conclusiones de ese grupo de expertos, que en sus audiencias preliminares tacharon a BP de "autocomplaciente" y "enormemente inepta", prometen marcar un antes y un después en las regulaciones que se aplican a la industria petrolera, ya endurecidas por el Congreso en los estertores de la catástrofe este verano.
Pero la verdadera incógnita, para los expertos, es hasta qué punto pueden ponerse límites a las exploraciones en alta mar, al tiempo que sube el precio del barril de crudo y aumenta la dependencia energética de Estados Unidos.
"Cuanto más regulemos la industria, más caro será para las empresas desarrollar su actividad. Tenemos que preguntarnos si realmente queremos que Estados Unidos deje de perforar sus propias aguas", indicó Azwell.
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