De Huaraz vienen hace tiempo noticias desalentadoras. Los hermosos glaciares de la Cordillera Blanca están perdiendo hielo raudamente. El Huascarán sigue allí, claro, pero otros nevados se han oscurecido. El Pastoruri, por ejemplo, podría desaparecer en quince años.
Algo similar ocurre en Colombia y el Ecuador. También en Nueva Guinea y Tanzania, donde sobreviven otros pocos glaciares tropicales. Las “Nieves del Kilimanjaro” ya casi no existen, y en el resto del ‘continente negro’ las sequías se asoman continua y ferozmente.
En el Norte más feliz, en cambio, la alerta la han dado recientemente los osos. Durante el último invierno, en Siberia (Rusia) y Cantabria (España) se observó que, por el calor, ya no hibernaban, que cuando ya debían estar roncando a sus anchas salían a buscar alimento.
En la misma España se advirtió que habían aparecido cucarachas más grandes, muy comunes en América Latina, pero absolutamente kafkianas en la península. En el Ártico, por añadidura, se desprendió un bloque de hielo de unos 66 kilómetros cuadrados.
Lo anterior está haciendo que los osos polares mueran exhaustos, pues tienen que nadar cada vez más en busca de comida. Pero no son estas las únicas revoluciones en el mundo animal: las aves migratorias están cambiando sus hábitos; los insectos se están mudando.
En Indonesia, desde comienzos de febrero se produjeron inundaciones casi bíblicas, que dejaron a 75 por ciento de Yakarta, la capital, inundada. Hubo al menos treinta muertos, con el agravante de que la amenaza de las epidemias se cierne sobre esa y otras ciudades.
Hasta a la cibervía ha llegado la alerta. Existe desde hace tiempo un sitio denominado Small Island Voice (
En una isla de Noruega, por último, se está construyendo una ‘bóveda del juicio final’, donde se guardarán, bajo todas las medidas de seguridad, tres millones de muestras de semillas provenientes de todo el mundo, para salvaguardarlas de catástrofes futuras.
¿Cuáles? Una guerra nuclear, la caída de un meteorito y el cambio climático. El Fondo Global de Diversidad de Cosechas, gestor de la idea, se ha asegurado de que si los dos polos o Groenlandia se deshielan, “la bóveda se encuentre por encima del nivel del agua”.
El diagnóstico
Según el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), la entidad mundial más autorizada en el tema, aproximadamente desde 1750 la temperatura global se incrementa rápidamente. A un ritmo nunca visto.
Algunos datos escalofriantes (o calientes): los años más calurosos de los que se tiene registro fueron 1998 y el 2005, en los que hubo agobiantes olas de calor; los actuales niveles de dióxido de carbono (CO2) son los más altos de los últimos 650 mil años.
Hay más: durante el siglo XX, el nivel del mar subió entre 10 y 20 centímetros, y para el 2100 se prevé que subirá entre 9 y 88 centímetros (de allí el temor de las small islands); para el 2050, los refugiados por causas ambientales podrían llegar a 150 millones o más.
Todo este desbarajuste ambiental se debe a que, desde fines del siglo XIX a la actualidad, la temperatura mundial media ha aumentado 0,6 grados centígrados. Parece poco, pero el equilibrio del ecosistema global es delicado y no se puede permitir lujos innecesarios.
Podemos cifrar nuestra esperanza en que el hombre, animal de costumbres, finalmente se adaptará, encontrará la manera de convivir con el clima.
En condiciones normales, los gases invernadero (GEI) calientan la Tierra y hacen que no sea fría e insufrible. Estos son, principalmente, el dióxido de carbono (CO2), el óxido nitroso (N2O) y el metano (CH4), que se encuentran de manera natural en la atmósfera.
Pero a partir del siglo XVIII los humanos hemos inventado varias fuentes de emisión de GEI: el CO2 es producido por los equipos de refrigeración; el N2O, por motores convencionales (diésel) o de cohetes; el CH4, por la defecación masiva del ganado.
Al aumentar inusitadamente los GEI ocurre un mayor “efecto invernadero”, es decir, la Tierra se vuelve más caliente. Como consecuencia, se produce un inesperado y acelerado “cambio climático”, que es lo que hoy asusta a casi todo el planeta.
Hasta hace poco, en el mismo IPCC se dudaba de que los desquicios del clima fueran culpa total de los GEI humanos, por una razón científica: el clima ha variado naturalmente a lo largo de la historia, y una prueba de ello fue la penosa extinción de los dinosaurios.
Sin embargo, en la mayor parte de la comunidad científica mundial hay consenso: aun cuando estemos en un punto de inflexión ‘natural’, a pesar de que se trate de un ‘hipo’ climático en la ruta imperceptible hacia otra glaciación, algo, muy raro, está ocurriendo.
En un informe publicado en el 2001, el IPCC era cauteloso: afirmaba que era “probable” que estos cambios sean de origen ‘antropogénico’. En su último informe, de febrero del 2006, dice que hay solo 5 por ciento de probabilidades de que no sea así.
Pronostica, además, que la temperatura global, al 2100, podría variar entre 2 y 4,5 grados centígrados, dependiendo de lo que se hagamos. Peor aun: sostiene que, aunque se tomen medidas radicales, hay una parte del cambio climático que ya es irreversible.
L
a… ¿receta?
¿Tiene cura este mal que parece acercarnos a los delirios del apóstol Juan o a las cuartetas de Nostradamus? Podemos cifrar nuestra esperanza en que el hombre, animal de costumbres, finalmente se adaptará, encontrará la manera de convivir con el clima.
El Protocolo de Kioto, suscrito en 1997, sería una de esas maneras. Dispone que, entre el 2008 y el 2012, las emisiones de GEI se reduzcan en al menos 5,2 por ciento respecto de su nivel de 1990. Los obligados a ello son 36 países industrializados.
Entró en vigor apenas en febrero del 2005, debido a la más cruda real politik. Para que funcione, Kioto debía contar con la ratificación de 55 países que sumaran el 55 por ciento de las emisiones de GEI. Pero Estados Unidos, el mayor emisor (25 por ciento del total), se resistía.
Bill Clinton y Al Gore —hoy un cruzado contra el calentamiento global— supuestamente apoyaban el protocolo, pero este nunca fue al Senado para su ratificación. En el 2001, George W. Bush llegó al poder y declaró su franco desamor a Kioto.
En noviembre del 2004, no obstante, Rusia, el tercer emisor de GEI (17,4 por ciento), ratificó el documento y permitió que se hiciera realidad. Hubo una pequeña ‘guerra fría’, por un problema tan caliente; como fuere, no había llegado la panacea.
Científicos como Gordon Mc Bean, profesor de la Universidad de Ontario (Canadá), sostienen que para hacer algo significativo, la reducción de GEI debería ser de ¡más de 50 por ciento! Y todavía así nos quedamos cortos frente a la magnitud del problema.
¿Se puede luchar así contra esta urgencia de nuestro tiempo? Falta, por último, saber qué va a pasar cuando la China —gran emisor, pero no obligado por Kioto— alcance niveles de desarrollo espectaculares, con su consecuente efecto sobre la masiva emisión de GEI.
Tierra solo hay una, que se sepa. La impronta del calentamiento global es acaso, como ha dicho Gore, “el mayor desafío de la civilización”. Es un asunto serio, gravísimo, que tiene que ver con nosotros, con nuestros hijos y nietos, con todos los seres vivos.
Ya está aquí y se debe, en buena medida, a esa especie extraña que ha superpoblado el planeta. Y que ahora, cuando el problema le cae encima, sigue discutiendo si metió o no metió la pata, mientras ya los osos y otras especies nos avisan que la vida se derrite.
Informacion .. dicha por :Ramiro Escobar Periodista!
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